Los conotos negros en la terraza de Martín

Por Jesús Isea

El conoto negro es un ave graciosa cuyo canto mezclado con el batir de sus alas es reconocible donde sea, incluso si no sabes de aves y es la primera vez que escuchas ese sonido tan particular. Por eso el pequeño Martín se sorprendió tanto cuando escuchó ese canto vibrante y el chasquido de alas, que se le parecía tanto a un pequeño tambor, como el que a veces tocaba en el grupo musical del colegio.

Últimamente, en el colegio se había esparcido el rumor de que las pequeñas plantas que tenía la gente en sus balcones y techos estaban bajo ataque. La señora Dulce, la mamá del mejor amigo de Martín, Pedro, había tenido por décadas el huerto casero más nutrido de esa parte de la ciudad, y casi en una sola noche había quedado reducido a ramitas y brotes desnudos. Nada de las flores, frutos y hojas que en el pasado le habían dado tanto de presumir.

Durante dos días completos Martín y Pedro habían tenido que consolar a la devastada señora, que se lamentaba como si hubiera perdido al mismísimo Pedro de una noche para otra. Esa semana las matas de tomate del señor González, el director del colegio, también habían sido atacadas. No importaba que el señor González las cuidara con un celo y compromiso exquisito en lo alto de la terraza del edificio donde vivía, los vándalos también habían venido por los rojos frutos maduros. Después se sucedieron más hurtos vegetales, y la destrucción en las macetas se extendió por Caracas.

Había toda clase de teorías. Algunos decían que una bandada gigante de canarios había venido volando y arrasado todo a su paso. Otros, que podían ser golondrinas migratorias a punto de volver a sus hogares. Y la profe Victoria de biología hasta había sugerido que los omnipresentes zamuros se habían vuelto vegetarianos en un intento de mejorar su dieta tan asquerosa. Lo cierto es que Martín no le hacía caso a ninguno de los rumores, porque las tres macetas con flores que tenía su mamá en la terraza seguían intactas. De hecho, en las épocas de sequía o plagas en los jardines de la ciudad, las flores de su mamá habían seguido creciendo y floreciendo, llenando la casa de su energía radiante y su mágico aroma.

Esa tarde, después del colegio, Martín regresaba a casa luego de jugar fútbol con Pedro y otros niños de la cuadra. Iba a contarle a su mamá sobre los tres goles que había marcado con la bolita de papel de aluminio que fungía de balón, cuando escuchó el extraño canto del conoto negro.

—¡Mamá!— empezó a decir con su vocecita rápida e inquieta de niño—. ¡Rápido, rápido! ¿Qué pájaro es ese? ¡Allá, sobre el cable de luz!

La señora María sabía que el pequeño Martín no la dejaría en paz hasta que le diera una respuesta satisfactoria, a pesar del cansancio que sentía por haber pasado la tarde entera en la terraza cuidando sus flores. Buscó sus lentes lo más rápido que pudo y salió a donde estaba su hijo para ubicar en vano algún pájaro en el cableado eléctrico del vecindario.

— ¿Dónde, corazón? El sol no me deja ver muy bien, vas a tener que ayudarme—. Martín se desesperó y resopló con fuerza, ¿por qué los adultos nunca sabían ver las maravillas que los niños podían encontrar en cualquier lado?

Entonces un escalofrío lo recorrió mientras se acordaba de las historias sobre los ladrones alados de plantas, y temió por las flores de su mamá. Abrió la boca para responder pero entonces el pájaro se sacudió y cantó de nuevo, batiendo sus alas. Esta vez su mamá lo escuchó y pudo ubicar al ave sobre el cable, y unos segundos después llegaron otros dos pajaritos igualitos: casi todos negros, un poco más pequeños que una paloma y con una larga cola amarilla. A esa distancia no podían ver más detalles, como sus ojos azules o su pico color crema. 

—Martín, ¡están justo al lado de la terraza! —exclamó la señora María asustada— ¡No dejes que les pase nada a mis flores! ¡Anda, anda!— El niño no perdió tiempo y entró a la casa mientras le gritaba a su mamá que las defendería como un caballero de armadura con corcel y todo. Atravesó la sala a toda velocidad y subió la escalera de dos escalones a la vez, como si fuera un niño más grande. Casi tropezó tres veces antes de llegar a la terraza hasta que, sorteando el desorden y con un equilibrio alimentado por la emoción, vio que las flores milagrosamente seguían ahí. 

En ese momento, Martín se percató de que los pajaritos estaban hablando entre sí, con voces cantarinas y divertidas, y que él los entendía sin problemas.

—Estas son las últimas —estaba diciendo uno de ellos, el más cercano a la terraza y que se estaba limpiando el plumaje con su pico—, Ya nos llevamos todo lo demás: flores, semillas, hojas… y frutas, ¡más frutas de lo que podríamos comer en cuatro vidas!

—Calla que esa comida no es para comer —comentó otro, balanceándose de forma graciosa sobre el cable— A este paso vamos a tener que buscar otra ciudad, porque se nos acaba el tiempo.

El pequeño Martín, que había estado inmóvil conteniendo el aliento todo este tiempo, pensó que ese episodio resolvía el misterio de los robos en los huertos caraqueños, aunque los adultos jamás le creerían su descubrimiento. Decidió hacer algo que jamás había pensado que haría en su vida: iba a entrar en la conversación.

—¿Se les acaba el tiempo para qué? —preguntó en un tono inocente pero desafiante, mientras se acercaba a las flores y las resguardaba con su cuerpo.

—¡Mira, Lucinda! —dijo uno de los conotos negros con su voz de pájaro— ¡El niño humano nos está hablando!

—¿Puedes entendernos? —preguntó la que parecía ser Lucinda, mientras se acercaba hacia la cara sorprendida de Martín—. El niño solo asintió mientras tragaba saliva.

Los pajaritos hicieron un sonido extraño, que Martín pensó que podía ser risa, porque luego siguieron hablando en el mismo tono divertido y cantarín de antes.

—¡Ay, carache! —exclamó Lucinda, mientras se le erizaba el plumaje—. Pero sucede que tal vez necesitamos tu ayuda, chamito.

—¿Por qué están acabando con las pobres maticas de por aquí? ¡Eso está mal! ¿Cómo podría ayudarlos si hacen algo malo?

Los pajaritos se quedaron en silencio por un momento, mientras les remordía la conciencia por lo que habían estado haciendo los últimos días.

—Es por la Reina Emplumada, que está enferma y estamos buscando un remedio para curarla— dijeron.

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó el niño, que se acordó de lo mal que lo pasaba cuando le daba gripe y no podía ir al colegio a jugar con sus amigos.

Entonces los tres pajaritos –Lucinda, Facundo y Pepe– le contaron la historia de su majestad, una espléndida águila pescadora que siempre había reinado sobre todas las aves de la capital, pero que había enfermado un par de semanas atrás. Antes de perder el habla, les había dicho a sus súbditos que buscaran un remedio natural que ella conocía desde pichoncita, pero no alcanzó a explicar cuál era pues en ese momento había perdido el conocimiento. Esa era la razón por la que las aves recolectaban cuanta fruta, hoja y semilla veían.

Martín no pudo evitar sentirse conmovido por la historia de los pajaritos. Y pensó que su mamá, en su infinita sabiduría y amor, sabría qué hacer para curar a la Reina Emplumada. Solo que había un problema: por ser adulta era probable que su mamá no entendiera su conversación con las aves. Seguramente les contaría a sus comadres y todos los vecinos se reirían de él. No quería pasar esa vergüenza. Así que ideó otro plan que les contó inmediatamente a sus nuevos amigos. Entonces los pájaros cantaron con fuerza y todo un ejército de aves respondió, volando hacia la terraza para llevarse a Martín.

Cuando la señora María subió a la terraza para ver qué había ocurrido con las flores, vio cómo Martín se alejaba de casa. Aunque lo llamó con todas sus fuerzas, él ya estaba muy lejos y no la pudo escuchar. Martín se había decidido a cumplir una misión para que todo en el vecindario volviera a la normalidad. No tuvo miedo de mirar hacia abajo, se sentía seguro con todas las aves, que lo tomaban con fuerza. La vista de la ciudad era asombrosa, y desde ese día, Martín nunca le temió a las alturas ni vaciló en trepar y asomarse a los sitios más altos.

Los pájaros que lo cargaban eran conotos negros, zamuritas, lechoseros ajiceros y cotúas venidas desde el estanque de un parque. También había pequeños canarios de tejado, azulejos y curtíos entre sus cabellos y sobre sus dedos. El arrullo de las palomitas maraquitas junto a él lo mantenían sereno, e iba sonriendo de oreja a oreja junto a los caricares y los gavilanes que lo acompañaban en pleno vuelo. ¡Incluso los zamuros sonreían al verlo pasar volando! Porque el cielo era de todas las aves, y ninguna se ponía celosa porque ese niño humano lo compartiera con ellas, entre nubes y risas.

Las guacamayas azules y amarillas empezaron a cantar con sus voces rasposas y profundas cuando se acercaron al refugio de la Reina Emplumada, en el corazón del cerro Ávila. Las aves y Martín fueron descendiendo y pasaron junto al teleférico, donde varias personas miraban desconcertadas desde las cabinas a un pequeño niño volar rodeado de garzas, paraulatas y cristofués.

La corte de la Reina Emplumada se encontraba en lo alto de tres pinos enormes. Era tan grande para que las guacharacas, las águilas y los oripopos más grandes pudieran entrar y salir con comodidad, así que Martín aterrizó sin problemas. El séquito de aves que lo rodeaba empezó a tomar un lugar entre los nidos: todos querían presenciar el milagro que, Martín aseguraba, estaba a punto de ocurrir.

El pequeño avanzó con cautela entre el colchón de ramas y hojas que habían construido las aves y se acercó al trono principal, sobre el que dormía la Reina Emplumada, coronada con su copete de plumas marrones y blancas. Junto a ella estaba una garza real, que la acariciaba suavemente con su pico, como la fiel ministra que cuidaba el reino durante su enfermedad.

—¿Qué hace un humano en estos mis dominios? —dijo de pronto la Reina con una voz débil pero que a Martín le pareció poderosa hasta hacerlo temblar. Hubo un murmullo en toda la corte, pues era la primera vez que la monarca hablaba en un buen tiempo.

—Vengo a curarla… su Majestad —dijo él después de vacilar por un momento.

—¿Un humano? —rio la Reina, mientras se enderezaba lentamente en su trono—. ¿A curarme? ¿Cuándo los humanos se preocupan por curar la naturaleza si solo contaminan desde sus torres de metal y concreto que invaden nuestros ríos y árboles?

Un estruendo resonó en el palacio, proviniente de los gritos de rechazo por parte de las aves que se mantenían fieles a su reina. Martín titubeó, y de pronto se dio cuenta que los gavilanes y los buitres lo miraban amenazantes con sus picos y garras. Sus manos comenzaron a temblar cuando una suave caricia en su cuello lo tranquilizó: era Lucinda.

—Adelante, Martín —dijo a su lado—, que no te hemos traído aquí por nada.

Entonces Martín se armó de valor y dio un paso hacia adelante, lo que sobresaltó a la Reina y a toda su corte. ¿Qué estaría tramando el humano? Pero el niño no tenía malas intenciones, sino todo lo contrario. Rebuscó en su bolsillo y tomó una orquídea, la flor más importante de la colección de su madre en la terraza. Era una flor preciosa, de un color violeta claro, más intenso en el centro, y una dulce fragancia capaz de apaciguar cualquier malentendido.

—Sé que hay adultos que le hacen daño a esta tierra tan linda que tenemos, que se han olvidado del mundo verde, pero aquí te ofrezco esta orquídea, a la que tanto esfuerzo le ha dedicado mi mamá. Ella siempre me cura cuando estoy enfermo, así que estoy seguro que te hará sentir mejor. No todos los humanos dañan la naturaleza, y con esta flor te muestro que siempre habrá lugar en el corazón de todos para la belleza ecológica, y sobre todo para los pajaritos que estoy viendo, que muy lindos están.

La Reina dudó. Todos sus miedos a los humanos estaban muy presentes y la consumían casi tanto como la enfermedad, pero la belleza de la flor y la inocencia en los ojos y en las palabras del niño la conmovieron. Decidió que le daría una oportunidad a la humanidad, y con el corazón abierto a la bondad ajena se comió despacio el brote de las manos de Martín, con cuidado de no herirlo con su pico.

Todo el amor de la señora María estaba vivo en esa orquídea. El corazón de la Reina se alivió de inmediato y una fuerte sensación de alivio y de afecto brotó en su interior, como si la flor floreciera en su corazón. Incorporándose con solemnidad en su trono de ramas y tierra, y para el asombro de todas las aves presentes (y de Martín, claro), la Reina abrió sus alas con majestuosidad y dejó escapar un potente grito, que atravesó el aire y se pudo escuchar como un rumor distante en toda la Gran Caracas.

—Oh, Martín, ¡qué niño tan bueno eres! —exclamó con fuerza la Reina, entre el clamor de las aves. Las guacharacas, los pericos, los atrapamoscas y los correporsuelos bullían de emoción y alegría.

Martín sonreía con tal intensidad que hasta le dolieron las mejillas. Se vio inmerso en un espectáculo natural que pudo salvar gracias al amor de su mamá. Pero entonces pensó en lo tristes que estaban sus vecinos y amigos por la destrucción de sus huertos. Martín no lo entendía muy bien y tampoco los caraqueños que vivían cerca, pero esos jardines eran burbujas que los protegían del estrés urbano y sitios desde donde la naturaleza, aquella madre primordial que tenemos todos, nos llena de calma y buenas energías para seguir adelante. Por eso en las últimas semanas la ciudad lucía decaída, pues no podían deleitarse ni siquiera con la más pequeña flor plantada en un envase de compota junto a la ventana. Cuando Martín le preguntó a la Reina qué sucedería ahora con los huertos de las casas, esta rió y de un salto se acercó al niño. Lo invitó a subirse a sus alas. Susurró un mensaje a la corte y se pusieron alas a la obra.

La señora María regresaba de la estación de policía. Lloraba porque nadie le había creído que un grupo de aves se había llevado a su hijo por los aires. Entonces pensó en todas las veces que Martín le había contado historias asombrosas que ella no había tomado en serio. Subió despacio las escaleras de la terraza para encontrarse con sus flores, pero sabía que ya no sería lo mismo sin él. Estaba a punto de lanzar un largo y triste sollozo cuando escuchó el grito de un águila. Alzó la mirada y vio el milagro: ¡Martín venía directo hacia ella! El cielo se cubría de aves. Miles y miles de aves con flores y frutas en sus picos y garras sobrevolaban Caracas y se posaban en cada casa con ofrendas naturales.

Cuatro alcaravanes llegaron a la terraza de la señora Dulce con retoños frescos. Al señor González lo visitaron dos garrapateros curtidores juguetones que lo hicieron reír. Había tantas aves que casi todas las familias pudieron conocer una especie distinta. La generosidad de la Reina Emplumada era tal que ordenó a las aves que visitaran cada casa, apartamento y hasta los pequeños ranchitos que no tuvieran jardín ni terraza para que les entregaran flores hermosas y así la naturaleza estuviera siempre con ellos.

—¡Mamá! ¡Mamá!— gritó Martín mientras saltaba del lomo de la Reina Emplumada para darle el abrazo más fuerte del mundo. Toda la angustia había desaparecido.

—¿A dónde fuiste, hijo? ¿Y por qué estás tan sucio?

El pequeño Martín vio a la Reina Emplumada y ella le guiñó un ojo antes de salir volando de la terraza. Martín soltó tres grandes carcajadas, a las que se unió su mamá. Ya le contaría todo, pero primero quería darse un baño. Entraron a la casa mientras la señora María daba gracias a Dios por devolverle sano a su hijo. Martín sonreía pues escuchaba los cantos de todos los pájaros que ahora, además de hermosos, podía comprender. ¡Ya quería ir al colegio para contarle a Pedro y a la profe de Biología!

La ilustración fue realizada por Isabella Narváez

10 comentarios

  1. Maravilloso cuento, maravillosa historia, me encantó. Las aves son mágicas, cada una en lo suyo, así cómo mágico es el autor que me hizo pasear con las aves también. Gracias por esta hermosa aventura.

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