El cantautor venezolano se presentó en julio en El Marchante, un encuentro íntimo para presentarle a la ciudad a este personaje de caminos recorridos
La visita de Agusto Bracho a Caracas corrió entre los entendidos como cuando el primo querido regresa a casa. Los entendidos son aquellos que escudriñan en las gavetas que otros no. Solo eso. Nada más.
“Viene Gustavo Guerrero. Estará en El Marchante”, decían aquellos que todavía aluden a su nombre de pila y no a ese heterónimo que en la tarima viaja por sonoridades y recuerdos.
Es la noche del sábado 20 de julio. Augusto Bracho se presenta ante un público que lo recuerda de cuando no existía, aquellos días en los que Gustavo Guerrero andaba de rockero con Cunaguaro Soul. También están aquellos que lo han descubierto más sosegado, atrevido y curioso con este proyecto con el que ha editado discos como Mercado de los corotos (2018) y Música moderna (2022). También algunos lo vieron por primera vez en las grandes tarimas de la industria como el venezolano que tocaba con Natalia Lafourcade, esa época de Hasta la raíz o Musas.
El patio trasero de El Marchante en San Bernardino es el escenario del encuentro. Ocho años tenía Gustavo Guerrero sin venir al país. Ahora vive en México, donde ha sabido amalgamar los sonidos que lo rodean con aquellos con los que conoció el mundo mientras caminaba por Caracas.

Hace tiempo que la guitarra eléctrica quedó atrás, ahora esa contracorriente rockera es descargada con un cuatro o con la guitarra acústica, instrumentos con los que se pasea de una tonada a unas coplas de Oaxaca, con escala en el blues, tragos en el bolero, jolgorio en tamunangue o chandé. Todo un buen estudiante de la hispanidad y de los procesos de intercambio posteriores. No hay prejuicios en su existencia.
Ese patio es acorde a la intimidad del concierto, como un reencuentro entre primos y amigos. De hecho, ahí está su mamá, la señora Ana, quien hace unos años le dijo al muchacho que nunca imaginó que haría un disco de canciones románticas, en referencia a Música moderna, ese álbum que tiene “En Chapellín”, el barrio caraqueño escondido entre La Florida y el Country Club.
Esas veredas y calles en las que pasó tantas tardes en casa de sus padrinos, su segunda familia. Una canción que toca ahí frente a ellos, una historia de amor que surgió ahí en Chapellín, y que según el cantautor, a algunos les recuerda a los Beatles. Y por eso llega un momento en el que canta:
Little Darling
Mejor nos vemos en Chacaito
Little Darling
Yo ya no vino en Chapellin

No se sabe bien cuando es Agusto Bracho o cuando es Gustavo Guerrero. No está claro quién es quién en la tarima, porque obra y anécdotas enlazan universos para hacer del encuentro no solo un concierto, sino también un show de comedia y por momentos una breve pieza teatral en la que un personaje deambula en pensamientos entre canciones.
Dice que está nervioso. Frente a él está Cheo Pardo, a quien exalta como un guitarrista muy arrecho. Llama incrédulos a los que dicen que el joropo tuyero no es rock. “Es más rock que el rock”, exclama.
Lo graban. Está la cámara de Mariángeles Pacheco, cineasta caraqueña que filmó el cortometraje documental Mi retorno, protagonizado por Mario Díaz, ese capitán del joropo tuyero. Ella registra ese reencuentro de Gustavo con su ciudad.
También desde la tarima saluda a Félix Allueva de la Fundación Nuevas Bandas, quien ve el show desde la parte de atrás. Elogia al poeta Jesús García, célebre en la Caracas alternativa por recitar en cualquier calle o llevar su máquina de escribir para intercambiar versos por limosnas.

El concierto de Augusto Bracho es un regreso, pero también un descubrimiento para él de nuevas movidas, de nuevos lugares de encuentro, refugios de la adversidad que enfrenta su ciudad natal. Él se sorprende y lo celebra, a pesar de la añoranza en la que sumerge a todos en “Yo te recuerdo a Caracas”, esa carta del emigrante en la tierra lejana a la ciudad que dejó.
No vino solo a la ciudad. Viajó con la cantautora mexicana Laura Itandehui, a quien le presenta su público e invita a cantar con él “Sábado, Distrito Federal”, esa canción de Chava Flores.
Sabe muy bien dónde está, sabe lo que viene en una semana. Invita a votar el 28 de julio. Lo repite varias veces durante la noche.
Recuerda a Gualberto Ibarerro con “A cuerpo cobarde”, bromea agridulce con los constantes apagones de la ciudad. En pocos días está imbuido en toda la dinámica de una capital que dejó hace más de una década. Hasta bromea con tomar un Ridery.

En “Décimas tuyeras” espera salir bien librado de toda la responsabilidad que tendrá en la guitarra con el joropo tuyero, especialmente al tener a tan pocos metros a Cheo Pardo. Sale bien parado. “¡Qué alivio, mano!”, dice antes de advertir que volverá a los boleritos. Claro, hay que descansar esa muñeca.
Suena “Ven”, que rebautiza temporalmente “Come Here” para hacer reír a los que están. En “Alabanza a tu boca” se ve a la mamá cantando, entre coqueteos brasileños el artista demuestra los caminos de su vida.
Le dice a Cheo Pardo que repeat after me, en alusión al último disco en el que estuvo con Los Amigos Invisibles.
Ya hacia el final se pasea por las líneas de Pajarera vertical con “Por qué no pude ser poeta” u otras canciones de su repertorio más viejas como “Qué fácil ser mamarracho (in the cruel city of the tartamudos)”, antes de cerrar con “Otros títulos en esta colección”.
Ya en el clímax del show invita a la gente a pararse, a palmear, a bailar. Sube al segundo piso de la casa. Se asoma desde un balcón y canta. Vuelve a bajar. Se lanza al piso, da vueltas sobre su espalda. La gente está contenta. Conmovidos.
Augusto Bracho se baja así del viaje al que lleva a todos por su vida a través de canciones, por esos muros derribados. Un patio de casa en el que no hay límites de géneros. La creación sin cerca. Los senderos que se expresan en canción.

