Un análisis de la obra de Honoré de Balzac, ambientada en la angustiosa Francia posrevolucionaria. El protagonista, Raphael, desolado por la miseria, está a punto de suicidarse cuando adquiere una piel de zapa. Este talismán cumple todos sus deseos, pero acorta su vida con cada petición. Una reflexión que usa el existencialismo de Heidegger (el ser para la muerte) y la angustia de Kierkegaard para interpretar la elección de Raphael. Aceptar la mortalidad para vivir a plenitud
Por Arturo Guillén
«Iba a arriesgarme a morir para vivir».
Raphael, La Piel de Zapa, Honoré De Balzac
Una piel de ortego reposaba en la oquedad de una pared. Hallábase sumida en una claridad artificiosa como en aquellos carteles de cine que, enmarcados como una pintura en un museo, están rodeados de refulgentes bombillas para captar la atención de los espectadores. El talismán hecho de material biológico, quizá hechizado por alguna deidad de cuestionables motivaciones, esperaba el ferviente deseo de vivir de alguien que deseaba morir. Aguardando, sosegada, imperturbable, en la pared de un comerciante vetusto que había presenciado más de un siglo de historia de la humanidad. La Piel de Zapa (1831) fue la novela que le concedió a Honoré de Balzac la embriaguez del éxito comercial. Y trascendiendo el dato de lo que esta obra representó en su carrera literaria, pasemos, pues, al trasfondo realista y existencialista de este texto.
La Francia de la post revolución pasaba por un profundo cambio en el que un viejo régimen colapsó y la cabeza de Robespierre aún aparecía como un espectro rodante en las calles de París. En ese contexto de tribulaciones y la angustia de lo incierto, se concibió el realismo de Balzac. Si algo destacaba en la filosofía existencial de Kierkegaard, era la angustia. Y ese malestar, que ahondaba en los parisienses, fue reflejado en los deseos de Raphael, protagonista de esta historia. En su constante pena de verse privado de los manjares de la nueva burguesía, y lo ocurrido con su padre y las propiedades que éste perdiera, el suicidio se presentaba como la única salida posible a todos sus pesares. Antes de consumar la idea de arrojarse a las oscuras y malolientes aguas del Río Cena, decidió visitar algunos establecimientos comerciales. En uno de ellos esa piel de zapa se exhibía como un producto único, extrañamente llamativo. Raphael, inquieto por ese trozo de material orgánico que colgaba como un cuadro en la pared, preguntó por ella. El viejo comerciante le explicó que se trataba de un talismán que cumple cualquier deseo que se le pidiese, pero con la condición de que la vida del deseante se acortará tras cada petición.
Diría Heidegger que somos seres para la muerte, arrojados al mundo y la inevitabilidad de ésta. Pues, para Raphael, que se encontraba embelesado por el aroma del óbito, no era más que el alargamiento de un atajo que pretendía tomar en el Sena. «Si puede cumplirme el deseo de probar los lujos del pudiente, del aristócrata antes de morir, ¿por qué no he de hacerlo?», parafraseando uno de sus tantos pensamientos. Con la idea fija de arriesgarse a morir para poder vivir, se hizo con la piel y le exigió a ella ejecutar los cuantiosos anhelos que se revolvían en su ser. A cada deseo cumplido, esa piel se retorcía y achicaba. Porque para morir hay que vivir. Porque para disfrutar de lo perecedero, lo que se va oxidando tras cada hálito de existencia, hay que saberse arrojado para la muerte. Vivir a plenitud, aun sabiendo el ineludible destino de la mortalidad, es vencer el absurdismo como bien Camus lo reflejó en El Hombre Rebelde. Ya no el hombre en perpetuo castigo cargando la roca a la cima de la montaña para que ésta, luego, descienda a sus faldas con el cometido de que Sísifo volviera a subirla a rastras. Se rompen las cadenas y se vive para morir, sin remordimientos, sin arrepentirse de haber adolecido lo que esta existencia tiene para ofrecer
En una prosa que destaca el realismo crudo de la Francia del siglo XIX, dotado de un aporte mágico servido por la piel de zapa, Balzac danza una melodía prosística pesada, cargada de detalles que muestran una sociedad de párvulas ambiciones de opulencia, placeres y amor. Raphael, envuelto en el desencanto del romance, también, merced a ese misterioso artilugio orgánico, experimentó un amor correspondido y los lujos que al final de su vida pudo emplear para ver en la naturaleza el alivio de los dolores del «alma». Un personaje que se angustió por la muerte, que deseó para la muerte, que vivió, en fin, para la muerte.

