Dos apuntes a Herbert Marcuse

Inspirado en la obra de Antonio Escohotado, hay dos críticas fundamentales: la primera cuestiona la afirmación del filósofo y sociólogo de que la dialéctica hegeliana del amo y el siervo se rompe en la lucha, postulando que esta es en realidad un círculo vicioso perpetuo al carecer de valor el reconocimiento forzado del esclavo; la segunda, basada sobre el colapso del capitalismo por la supresión de la propaganda y el consumo que desintegra al individuo dependiente, concluye que el punto de quiebre real en el siglo XXI ya no es la carencia de entretenimiento, sino un fallo a gran escala de la red de Internet

Por Arturo Guillén 

Leyendo a Escohotado, cuando éste aún bebía de la ensoñación utópica del comunismo marxista (no así de lo que él consideraba su contraparte: el soviético), di con una obra un tanto desconocida en su haber bibliográfico. Este libro es: Marcuse, utopía y razón. Un texto conciso que analiza el pensamiento de Herbert Marcuse, de aquel filósofo alemán de la Escuela de Frankfurt que sirviera como preámbulo a lo que en la actualidad se conoce como «la nueva izquierda». En todo caso, para no alargar el título por introducir a Antonio Escohotado en él, decidí dar dos apuntes a la figura del pensador germano: uno superfluo, lo admito, y otro de relevancia, que por su núcleo esencial es espantoso, para el presente.

Primer apunte —banal— a Marcuse

De la dialéctica del amo y el siervo de Hegel

«Los administradores mismos se hacen cada vez más dependientes de la máquina que administran, y esta mutua dependencia (de administradores y administrados) no es ya la relación dialéctica del amo y el siervo, que ha sido rota en la lucha por el reconocimiento, sino más bien un círculo vicioso que encierra tanto al siervo como el amo».

El marxismo soviético, Herbert Marcuse.

Con el cometido de que esto sea lo más entendible que se pueda, habría que bosquejar, muy someramente, lo que es la dialéctica hegeliana. A mi entender, la dialéctica en Hegel es una negación perpetua que va erigiendo, en torno, a la historia, a la conciencia, al espíritu absoluto. La certeza sensible, por ejemplo, y su contradicción entre lo singular y lo universal; entre el aquí y el ahora. Miramos una silla y la catalogamos como «esto» que tiene cuatro patas, un espaldar y un soporte para sentarse. Pensamos tener el conocimiento absoluto de la silla, cuando de «esto» sólo obtenemos el universal. Es decir, no aprehendemos el conocimiento particular del objeto, sino su universal. Igualmente ocurre con el «aquí» y el «ahora»: son muchos «aquí», son centenares de «ahora» que transcurren al mismo tiempo. Por tanto, nada más aprehendemos nuestro «ahora», nuestro «aquí», de la diversidad de lugares y sucesos que van aconteciendo. De lo mencionado surge la dialéctica entre lo particular y lo universal que no acaba, que es un ciclo vicioso en el que la certeza sensible está inmersa.

Asimismo ocurre con las dos conciencias que protagonizan una al amo y la otra al esclavo. Esa lucha se da por el reconocimiento que ambas conciencias desean de la otra. En ese proceso dialéctico en el que está en juego la subsistencia de las dos, se consuma, finalmente, la victoria del amo sobre el siervo. Una de esas conciencias pasa a tomar un rol particular dependiendo si obtuviera o no la victoria. Pero, ¿qué es lo que ellas buscan en el reconocimiento? ¿El reconocimiento por sí solo o lo que sustenta a ese reconocimiento?

Ahora sí pasemos a la cita de Marcuse expuesta más arriba. El filósofo alemán intentaba hacer un paralelismo entre los burócratas soviéticos y el proletariado con el amo y el siervo de Hegel. Veía que la URSS se hundía en una de las contradicciones mismas que Marx «diagnosticaba» en el capitalismo: los dominadores igualmente están atrapados en la máquina que les permite someter a los trabajadores. Los burócratas del Estado se ven, por tanto, subyugados al sistema, a la par que subyugan al ciudadano ruso. Los administradores se someten a la misma maquinaria que usan para someter. Incurren, por ende, al círculo vicioso.

Ya teniendo en cuenta la alegoría de Marcuse, en la que asegura que en Hegel no persiste ese círculo vicioso, y la dialéctica hegeliana a tratar, paso al verdadero apunte. ¿La dialéctica del amo y el siervo o el amo y el esclavo en Hegel, se rompe una vez que una de las conciencias obtenga el reconocimiento de la otra o siquiera, apenas comienza la lucha encarnizada? Es decir, la conciencia busca el reconocimiento de la otra porque halla en ello un valor. ¿Qué contiene más valor? ¿El reconocimiento de un esclavo, que sólo reconoce porque está obligado a hacerlo, o el reconocimiento de una conciencia libre que reconoce aunque no esté subyugada y, por tanto, obligada a reconocer? Una vez que la conciencia ganadora obtiene el reconocimiento como ama del esclavo, no puede encontrar valor en el reconocimiento del siervo por la carencia misma de la sustancia (voluntad-libertad) que le otorgaba sentido. ¿No es eso también un sempiterno círculo vicioso? En Hegel no veo que se rompa esa dialéctica, esa relación viciosa, como aseguraba Marcuse.

Segundo apunte —trascendente— a Marcuse

Del colapso del sistema por el cese de las emisiones tecnológicas del consumo

«Por usar un ejemplo (desgraciadamente imaginario): la mera ausencia de toda propaganda y de todos los medios de control de la información y la diversión sumergiría al individuo en un vacío traumático donde dispondría de la oportunidad de pensar y preguntar, de conocerse a sí mismo (o, más bien, lo negativo de sí mismo) y a su sociedad. Privado de sus falsos padres, líderes, hermanos y representantes, debería aprender de nuevo su ABC… Ciertamente, una situación semejante aparece como pesadilla intolerable. Las gentes pueden admitir la producción continua de armas nucleares, la lluvia radiactiva y los discutibles sucedáneos, pero no pueden tolerar (por eso mismo) verse privada de los entretenimientos y la formación que los capacitan para reproducir las condiciones de su defensa y/o destrucción. El cese de las emisiones televisivas y de los medios a ellas aliados podría, así, comenzar a conseguir aquello que las contradicciones inherentes al capitalismo no han logrado: la desintegración del sistema».

El hombre unidimensional, Herbert Marcuse

Marcuse basó su marco teórico en la epistemología freudiana. Intentó en Eros y civilización (1955), siguiendo con El hombre unidimensional (1964), tomar el psicoanálisis de Freud y trasladarlo al pensamiento marxista. En Eros y civilización advertía que el sistema, si bien aparentaba liberar las pulsiones de los individuos (entiéndase como pulsión en términos freudianos como la libido, por ejemplo), lo hacía bajo la condición del mero consumo. A la vez que se «libera», se constriñe al molde que esta civilización le tiene reservado al componente de sus partes: los individuos. Ese molde lo lleva a comportarse desde los parámetros preestablecidos de una sociedad de consumo, la cual atrapa al sujeto en una espiral de represión de impulsos y liberación, en cuanto su poder adquisitivo lo permitiese, de esas pulsaciones.

En El hombre unidimensional hace un esbozo de lo que él creía era el nuevo hombre: el habitante del sistema industrial más avanzado hasta la época. Un individuo sumido en el bombardeo incesante de publicidad, de propaganda, de programas televisivos y radiales que suprimen toda complejidad, toda abstracción, creando así a hombres y mujeres dependientes del sistema y lo que éste le ofrece. En definitiva, un ser que sólo se imagina una dimensión, la dimensión del consumo masivo y que, sin él, sin la continua exposición de nuevos productos y divertimentos varios, ese individuo se precipitaría a la angustia y el tormento de no verse rodeado de su maquinaria favorita.

Y en este punto, luego de sintetizar ambas obras de Marcuse, paso al apunte y el segundo extracto del pensador alemán. Para Marcuse el hecho de que ese individuo se viera privado de la propaganda y el consumo periódico, sería para el sistema, a largo plazo, su perdición. Si bien parte de un axioma marxista, que preveía el fin del capitalismo por sus propias contradicciones inherentes, llega a ser no sólo un axioma que se pueda constreñir a una cosmovisión en particular (en este caso el materialismo histórico).

¿Qué hubiese pasado si en la URSS, por ejemplo, todo el aparato productivo a manos del Estado se hubiese, de pronto, paralizado al completo? Me temo que no se hubiese necesitado el transcurrir del tiempo para ver desmoronarse al bloque soviético en 1991. En efecto, en este punto podrían decir: pero los motivos son distintos. Y sí, es cierto. En el caso de la URSS sería suprimir, repentinamente, las necesidades más básicas y en el caso de Occidente, las necesidades inoculadas por el sistema (por hacer un acercamiento a los términos «marcusianos»).

A diferencia de la mitad del siglo XX, cuando Marcuse aún vivía, en esta era somos, casi en su totalidad, dependientes del internet. Sin importar el sistema político y económico que impere en determinado país (exceptuando, quizá, a museos históricos como Cuba o Corea del Norte), el internet cumple una función primordial en la vida del ciudadano común y, además, de los gobiernos del mundo. Toda transacción económica, todo aviso gubernamental importante, ahora se expone en redes sociales. Todo comercio, sea grande, mediano o pequeño, se adhiere a la red para promocionar sus bienes y servicios. Interactúan directamente con el consumidor, hacen sus sondeos y estudios de mercado según el comportamiento del cliente en redes sociales. Los datos que ofrecen los motores de búsqueda, likes que dan a determinada publicación, sea de un producto o de una fotografía de un paisaje o de una persona en concreto, en fin, información valiosa para las empresas que quieran hacerse con un nicho en el mercado.

Asimismo, cuando queremos pedir a domicilio o deseamos hacer una compra rápida, usamos métodos de pago que dependen de una conexión a internet. La mayoría de las transacciones del mundo pasan bajo el dominio de la red que nos conecta y, por tanto, dependemos de ella.

Por ende, el colapso absoluto de esa plataforma representaría el acabose no sólo de los países capitalistas, sino también de esos denominados socialistas, sea que estén en más o menos dependencia con el internet. Ya no sólo porque los individuos se verían privados de incesantes anuncios propagandísticos y publicitarios o de comprar un determinado jabón o un desodorante particular con olor a Hércules como en el siglo XX, sino que toda una red de dependencia casi omnímoda caería y, con ella, la civilización como la conocemos. En este punto cualquier sistema económico o político se encontraría a la deriva y junto a ellos, la población entera.

Acostumbrados a la comodidad de un click, de una búsqueda instantánea y el consumo digital, la sociedad colapsaría a niveles nunca vistos e, incluso, imaginados. Marcuse ni soslayaba una posibilidad tan escalofriante como esta. No se trata de un mero mal o contradicción capitalista, sino el recurso que pertenece a cualquier pensamiento, a cualquier individuo, a cualquier nación. Desde los emprendimientos minúsculos, que venden artesanía o diversos platos gastronómicos por redes sociales, hasta las mega corporaciones como Microsoft con Azure y Google con su buscador, sucumbirían por un efecto dominó indetenible.

Así como en la dialéctica hegeliana, del perenne círculo vicioso de negaciones y conflictos, y así también como Marcuse avistaba en el sistema de consumo industrial que los propios dueños de la maquinaria se ven subyugados a ella, todos nosotros estamos a merced de un entramado que si llega a colapsar, muy seguramente lo haríamos nosotros con él.

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