Texto de Humberto Sánchez Amaya (@HumbertoSanchez) publicado previamente en El Nacional
Armando Rojas Guardia se propuso en 2015 sistematizar la escritura metódica de un diario, cuyo resultado acaba de publicar con el nombre de El deseo y el infinito (Seix Barral). No es la primera vez que el poeta nacido en 1949 escribe y publica este subgénero del ensayo, como él lo considera, pero destaca que en estas líneas hay una reflexión conceptual de muchos hechos trascendentes del momento de plenitud que asegura estar viviendo.
—Precisamente hay en el diario momentos que denotan liberación, en los que asegura que dejó atrás la culpa, la autoflagelación.
—Así es. La característica básica de este diario es que doy cuenta de una epifanía de reconciliación conmigo mismo, de la liberación del yugo de la culpa. Durante muchos años fui un ser humano que daba brazadas en el océano de la culpa. Es mi apuesta por la bondad y la belleza del mundo. Albert Camus, que era rigurosamente ateo, llegó a escribir: ‘El mundo es bello y fuera de él no hay salvación’.
—Hay mucho sosiego, lo que demuestra una vida tranquila en estos momentos.
—Efectivamente. Vivo un instante de gran plenitud existencial. A veces para caracterizar mi cotidianidad recuerdo los versos de Octavio Paz que dicen: “Tiempo total donde no pasa nada, sino su propio transcurrir dichoso”. Esa luminosidad existencial es una gran conquista en mi vida
—Fácilmente podrían decirle que es muy difícil encontrar esa belleza y bondad.
—Claro, pero esa es la respuesta axiológica, ética y estética que hay que emprender. Pero sé muy bien que contra esto conspira la constatación del mal, que parece tan omnipresente, especialmente cuando se encarna en el sufrimiento del inocente. Ese es el gran escándalo que conspira con la afirmación que acabo de hacer. Pero trato de argumentar que el mal no desmiente esa bondad y la belleza ontológica. El mal es una consecuencia de la finitud. Una finitud perfecta es tan absurda y contradictoria como un hierro de madera.
—¿Y cómo lo mantiene a pesar de un contexto tan cercano que puede ser adverso?
—Lo que ocurre en Venezuela es trágico. Un gobierno inepto hasta la insensatez ha desatado una crisis humanitaria de proporciones bíblicas. Por primera vez en mi vida tengo amigos que conocen el hambre, otros están en el umbral de un brote psicótico porque no tienen medicina psiquiátrica. Sin embargo, los venezolanos estamos protagonizando la primera gran rebelión civil y civilista de nuestra historia republicana. Hace más de un mes escribí en Prodavinci un artículo llamado “Diagnóstico y prognosis”, en el que caractericé nuestro momento histórico como un fracaso radical. Dije que la única salida radicaba en constatar ese fracaso y tratar de sacar las lecciones impartidas. Pero en ese texto no di cuenta de esta gesta libertaria que protagonizamos en la calle los venezolanos. Nos tiene que entusiasmar lo que estamos logrando a fuerza de empecinamiento. Esa suerte de epopeya cotidiana me invita a continuar haciendo énfasis en la bondad y belleza del mundo.
—Volvamos al tema de la tranquilidad. ¿Es con los años que uno se desvincula de lo que usted llama el mito de la velocidad?
—Creo que sí. Es uno de los grandes mitos del mundo moderno, en el que todos vivimos existencialmente acelerados. Todo lo sacrificamos a la velocidad. Nietzsche preconizaba un talante existencial que calificaba radicalmente antimoderno, que es el arte de rumiar. Digerir la lección que aportan los acontecimientos de una manera parsimoniosa y lenta. Rafael López-Pedraza, el gran teórico y terapeuta junguiano, afirmaba que el alma es el registro interno y emocional del acontecer vivido. Hay que hacer alma, una obligación axiológica y ética que todos tenemos que cumplir. La única manera de hacer alma es registrando interna y emocionalmente de una forma parsimoniosa. Desde hace 14 años tengo el hábito de hacer media hora diaria de oración. Los primeros 20 minutos se me van en evaluar emocional e internamente los acontecimientos de mi jornada. Creo que eso viene con los años.
—Pareciera que también esa modernidad ha hecho ver la soledad como un aspecto negativo.
—En la modernidad todo nos invita a externalizarnos compulsivamente. Estamos continuamente bombardeados por estímulos sensoriales que nos invitan a ser extrovertidos compulsivamente. Todo lo que sea remitir a nuestra interioridad está mal visto. Supone, en buena medida, capacidad de silencio y de soledad. Mi apuesta es contracultural y marginal con respecto a esa compulsión, no solo hacia la velocidad sino hacia el menosprecio de la soledad.
—Usted aspira a que el lector comparta esa reflexión de que el mundo es bello y bondadoso, a pesar del mal. ¿Hablamos de una labor similar a la evangelizadora?
—Pienso que sí. Etimológicamente, evangelio significa buena noticia. Un cristiano es una persona que tiene una buena noticia que comunicar. En este caso, en el libro del Génesis se lee que Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno. De modo que es la misma escritura sagrada la que testimonia que el mundo es antológicamente bueno.
—En estos diarios habla de un retiro en el que lo llaman monje laico. ¿Lo es?
—En Poemas de quebrada de la Virgen me califico de esa manera. De alguna manera lo soy. Monje porque la palabra tiene el vocablo griego monachós, que significa solo. Apuesto por una soledad creadora. Estoy en permanente contacto con un grupo de amigos que vela por mí. Pero la presencia de ese grupo numeroso no desmiente mi vocación personal por la soledad. Laico porque no pertenezco a ninguna institucionalidad religiosa. Soy un católico que vive su fe de una manera ajena a todo mester de clerecía.
—Incluso, usted señala a la institución católica como responsable de esa culpa que sentía por su orientación sexual.
—Tuve una conciencia muy precoz de mi homosexualidad. A los 12 años de edad ya lo sabía. Y eso, para un muchacho educado en un colegio católico significaba rechazo, repudio y represión. Me ha costado años de estudio, investigación y reflexión comprobar que son compatibles la fe cristiana y la homosexualidad. Eso me ha liberado.