Cuento de Arturo Guillén. Publicado en Cuentos de una ciudad que ronca
No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio
Albert Camus
El balcón del apartamento me resulta atractivo. De él emana una tentación a experimentar el placer del vértigo. La ciudad se vislumbra más allá de él. Una montaña enorme arropa a montones de edificios y caseríos en un mismo valle, mientras que la noche arroja una advertencia a sus habitantes: la vida, a partir de este momento, no está en sus manos.
¡Qué equivocada está! Aunque ella me susurre que la existencia de todo mortal yace en su juicio, sé que mi vida dependerá de la respuesta a la pregunta que se me presenta: ¿vale la pena vivir? Ahí se plantea la esencia de la filosofía, lo demás son solo parafernalias del pensamiento.
Los murmullos de Caracas ingresan por el balcón abierto y la brisa se encarga de escupírmelos a la cara. Un cinturón de luces rodea aquella montaña que desafía al cielo nocturno, adornado por una luna creciente que irrumpe tímidamente en el manto negro. Temerosa me observa, me vigila, me asegura que de mi sacrificio ella absorbería mi vitalidad para romper los telones y mostrarse entera. Si lo proyecto bien en mi mente, esa tonalidad rojiza de mi sangre le daría un atractivo único a una ciudad que se sumerge en la desesperanza como un pobre diablo que desea librarse de las arenas movedizas mientras agita sus brazos y piernas con desesperación.
Durante toda mi vida he sido ese pobre diablo que mueve cada extremidad de su cuerpo para intentar darle sentido a la existencia, o si acaso para combatir al poder que es ejercido desde la apariencia de una autoridad benévola y consensuada.
Ser profesor universitario me dio las herramientas para incentivar una lucha errónea. Luego que se consumó la victoria en 1998, vi a mi ideal sobrepasar a la utopía en esa carrera en la que corríamos y corríamos al verla alejarse, imposible de alcanzar, pues, en teoría, lo habíamos logrado.
Académico, intelectual, son calificativos que no me hicieron inmune a la estupidez de ser corto de miras. Era insuficiente que la historia me restregara los fracasos ideológicos de aquello que deseaba para mi país. La soberbia me pudo, nos pudo, y ella infla los números en su factura.
―Señor Vicente, lo sentimos, pero se nos es imposible cumplir con sus requerimientos salariales.
―¡He servido como profesor durante treinta años! ¡Lo merezco!
―Lo entendemos, señor, pero, como le dije, no podemos. El presupuesto no nos da, todo ha encarecido y apenas tenemos para mantener algunas instalaciones y parte del personal.
¡Vaya realidad! Impactó contra mí como cuando te diagnostican una enfermedad terminal. Pero, esperen, sí, tú, noche, tú, luna, tú, montaña, tú Caracas de mis pesares, padezco de una. Me consume hasta los tuétanos, me demacra, lacera mi mente y mi organismo de forma despiadada. Sin treguas, sin retrasos en sus cobros u oportunidades de pago. ¿No tengo dinero? ¡Qué poco le importa! Arremete inmisericorde. ¿No hay medicinas? ¡Pregúntame si eso la vuelve insomne!
Entonces añoro una voz. Una en particular de marcado acento femenino. Pero no viene a mí. Así que coloco mi teléfono celular sobre la mesa de vidrio de la sala, uno de esos viejos, de teclas con los números y letras borrosos y la pantalla con una iluminación mortecina. Llamo a la voz, no contesta…. todo se retuerce. La pintura de las paredes se diluye ante mis ojos, del balcón ingresan ánimas vengativas que sacuden las cortinas, las ventanas, mi ropa holgada que cubre un esqueleto con poca carne; de la cocina emergen bramidos que provienen de mi nevera hambrienta, unos que te erizan la piel y estremecen tus más profundos miedos condensados en el estómago. Deseo
acurrucarme en una esquina donde no haya puntos ciegos y pueda observar mi alrededor, evitar que algunos de esos espectros me arrebate lo que por naturaleza yo solo puedo arrebatarme.
―¡Dónde estás!
Grito con furia. Llamo de nuevo.
Su voz es la anestesia a mis tormentos. El dolor puede traspasar los límites físicos y convertirse en sensaciones surrealistas que asaltan las fronteras del terror. Pero desde ese teléfono surge el tono que me tranquiliza y contiene toda tentación a transgredir mi cuerpo. Entonces, mi integridad pende de una onda auditiva invisible que llega a mis oídos. Sin ella mi existencia empezaría a difuminarse
entre los entes que me acechan a la espera de que mi cordura ceda y le deje a ellos responder a esa pregunta vital para cualquier ser consciente.
Con alegría, la escucho. Es el bálsamo, es el agua calma del río que corre hasta formar un riachuelo tibio que empapa mi cuerpo y mi mente hasta entornar mis ojos de placer.
―Vicente, un gusto estar contigo.
―Lo mismo digo, Cirice.
La magia se definía cuando ella hablaba.
―Tus dolores cesan. Imagina ahora que una pradera, verde, rebosante de colores florales, nos aguarda. Caminamos tomados de la mano, alejados de la degradación caraqueña. A lo lejos, ahora observamos… ¿qué observamos, Vicente?
Siento la brisa de la naturaleza en mi rostro; una mano que toma a la mía transmitiéndome una tibieza que recorre mis venas y me anestesia el dolor. El verde toma protagonismo y le imprime color a lo que lucía descolorido.
El sonido del agua correr se acerca a medida que avanzamos.
―Veo pradera, mucha de ella. Es como si fuera infinita.
Con tono dulce, me dice:
―Sé más imaginativo. ¿Qué ves?
El nacimiento de una cascada se va dibujando ante nosotros. El agua desborda y cae sobre yacimientos de rocas que se empapan y salpican gotas que brillan al estar expuestas a la luz del sol. De esa intensa iluminación nace un destello púrpura que estalla como fuegos artificiales que se esparcen en el cielo. La luz vence a las sombras o al menos así lo intenta, así lo logra.
―Veo a esta cascada, a estas aguas mojar las rocas e iluminarse como prendas de oro y plata ante el sol. Veo… a esa estrella pugnar contra la luna.
―Gira tu cabeza. Ve hacia la cascada. Cree en ella, en lo que te ofrece.
Cirice me cautiva. Su voz se compenetra con el sonido del agua caer. Es la melodía que desciende de planos inalcanzables para los mortales, la que solo unos pocos tienen su beneplácito para disfrutarla. Siento mis manos húmedas y de ellas escurre la suciedad en trazos de agua negruzca que descienden por mis antebrazos. El sol cambia su color a uno más brilloso y reluciente. Me alivia mis aflicciones, tanto el tacto sutil del agua, como el sonido de la voz y el agua al mezclarse, creando así una composición musical dispuesta para adormecer la mayoría de mis sentidos y dejarlos a merced del hedonismo que merezco.
Durante mi vida me he sacrificado por ideales de retóricas rimbombantes, de palabras que despertaban la euforia de la rebeldía en el niño-emocional, en el adolescente de energías ilimitadas. Todo para sustituir una opresión por otra de peor magnitud. Imaginen que caminan descalzos en un suelo pedregoso. Las piedras se incrustan en las plantas de los pies y causan dolor. Habría que hacer
algo al respecto: cambiar el piso, claro, esa es la respuesta.
Entonces te rebelas contra él y se sustituye por uno de púas. Las púas triunfaron por sobre el camino pedregoso e instauraron un nuevo modo de transitar por la vida, aún más doloroso, incluso con anhelos irrefrenables de sangre, de sumisión absoluta de los pies. Pero es que la solución pasaba por fabricar calzados acordes y luego labrar un mejor sendero, no destruir, no vengarse cual niño cuando sus padres se rehúsan a comprarle un nuevo juguete o cual adolescente que desea de ellos el subsidio vitalicio.
¡Qué infante-adulto fui! Lo siento, generaciones posteriores, realmente lo siento.
―Tranquilo, Vicente, tranquilo. Aquí estamos, en el ahora, no en el ayer. Es bueno hacer retrospectiva, pero sin torturarte. Respira profundo y… ¡No! ―la voz de Cirice transmutó a un tono grave, profundo y terrorífico como si proviniera de la malevolencia personificada―¡Morir es la solución! El arrepentimiento es el vehículo a la aceptación de la vida desperdiciada y de esa aceptación, la certeza del fin.
El sol ennegrece; el cielo se nubla por completo y la pradera se desintegra dejando la imagen de la cocina y del grifo del lavaplatos expulsando agua sobre los cubiertos y vasos amontonados. Pierdo el equilibrio y caigo al suelo.
Varias chiripas se acercan a mis manos como tanteando al peligro y se suben en ellas. Sus patas cosquillean mientras exploran mis nudillos y mis dedos famélicos; intento sacudírmelas de encima sin éxito, al contrario, se aferran más a mi piel con el cometido de proseguir su camino hacia algún orificio en el que hacer madriguera. Entonces pienso que quizá huelen a la muerte y ven a mi cuerpo como su futuro hogar. Por dentro me carcome el asco, siempre me han repugnado los insectos, desde las cucarachas hasta las mariposas. Heme aquí, en esta cocina maloliente, con chiripas recorriendo mis brazos, sus patas parecen dejar huellas en mi piel caucásica, pero una antinatural, una
que se tornó blanca por lo que me aflige. Sus antenas no paran de agitarse, sus cuerpos crujen y tiemblan. Cada paso que dan me revuelve el estómago y siento como el único sándwich de la mañana sube por mi esófago.
Busco el celular. Lo veo a un lado, cerca de otra chiripa curiosa que lo otea con sus antenas inquietas. La espanto como puedo. La voz, las chiripas. ¿De qué ocuparme? ¿Por qué Cirice me habló de esa forma? Nunca lo había hecho. ¿Ahora cómo me sacudo a estos seres infectos de mí? Me convertí en una cosa abyecta, en una abominación creada a partir de emociones y sentimientos
en un avanzado estado de descomposición. Y ese aroma pútrido atrae a esas criaturas de la basura, de la inmundicia… por ello me ven como el lugar donde poner sus huevecillos que pronto eclosionarán en un ambiente ideal para su desarrollo, alimentándose de mis residuos intestinales.
Vomito y doy un sacudón. Me quito de encima a las chiripas. Me pongo de pie a duras penas. Sostengo el celular con las pocas fuerzas que me puedan quedar. Llamo de nuevo.
―Háblame, háblame, háblame.
―Aquí estoy, Vicente.
Puedo recomponerme, salir de la cocina, del alcance de las chiripas. La brisa choca contra las ventanas, contra las puertas de vidrio del balcón, se cuela por los resquicios y silba como si existieran seres infernales que empequeñecen para que el viento los guíe hacia los desgraciados.
―Oscuridad… la noche desapareció a la pradera, a la cascada. ¿Qué hago…?
Mi corazón acelera, mi respiración se agita. Los dolores vuelven rencorosos y dispuestos a despedazar lo que resta de mis ánimos, hacerlos picadillo y volverlos maná para las sombras que me acechan. ¡Ahí! Una penumbra levita cerca de mí, la veo de reojo. ¡Por ahí! Otra que me
da vueltas riéndose de mí, alimentándose de mis temores. Flotan, se trasladan con total libertad, me susurran al oído, me maldicen, me sugieren unirme a ellas para que las acompañe mientras que mastican mis recuerdos y se los tragan sin posibilidad de retorno.
―¡Recuerda, Vicente, recuerda! No te dejes vencer. Respira tranquilo, la pradera sigue ahí, solo tienes que abrir tu mente, relajar tus músculos. ¿La ves?
Las sombras aúllan enloquecidas y se desvanecen en partículas que se dispersan y desaparecen entre la iluminación de la pradera. La cascada, ahora distante, se esboza como un oasis dentro de un oasis que se extiende más allá de lo imaginable. Observo el horizonte como a los del viejo mundo observando aquella línea en el mar que supuestamente delimitaba el fin de todo lo conocido.
―¡La veo! ¡La siento!
―¡Muy bien! Ahora continuemos absortos en ella, en su belleza. Dime, ¿viene a ti algún recuerdo en particular? Importante es recordar para dejar atrás.
La figura de una persona surge a la distancia. Me es familiar, tan familiar, que de su incorpórea presencia se empiezan a trazar el rostro y sus facciones; a colorear la piel y a darle contextura a lo que en la lejanía parecía un dibujo incompleto. Es un joven… es mi hijo.
―¡Él!
―¿Quién?
―Ernesto, mi hijo.
―Háblale, es importante.
Lo abrazo con fuerza. Hay una vehemencia en esa acción que me devuelve recuerdos con la misma intensidad. El día cuando nació, resbaladizo por el líquido amniótico, con esos ojos vivaces que veían sorprendidos al mundo que lo recibía. De niño, su piel trigueña bajo el sol de una playa revuelta; sus constantes carreras a la orilla y a las palmeras; sus huellas infantiles en la arena, la sonrisa en sus labios resecos y su cabello alborotado y tieso por el agua salada. De adolescente, con ideas políticas
contrarias a las mías, reprochándome con efusividad mis antiguas inclinaciones ideológicas: «Mira qué presente de mierda me diste, ¿alguna objeción a este reclamo?» Enfurecí. Nuestros ánimos tomaron un matiz irracional que nos condujo a los insultos, empujones, a nuestros corazones
colisionar y fragmentarse. Recuerdo su expresión, la mirada que pretendía derrumbar mis defensas, tan colérica como cualquier deseo vengativo.
Había una manifestación, una de tantas en apenas dos semanas… le rogaba que no fuera. «Admítelo, muy dentro de ti apoyas este discurso, este sistema inservible y pretendes que me siga calando esta maldita mierda. ¡Voy a ir!».
―¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!
Quiero abrazarlo hasta que se adhiera a mí. Debe pertenecer a mi ser, ser inmanente a este corazón que lo añora. Pero esa figura, mi hijo, se separa de mí. Ahora su rostro se hunde en la sombra, una que lo absorbe, que se alimenta de su recuerdo. Grito.
―¡Recuerda! ¡Recuerda! Y deja ir, deja que se vaya.
Cirice me habla, pero no la escucho. No entiendo qué quiere decir. ¿Dejarlo ir? No, es que no lo comprende. Me acerco de nuevo. Su sombra me traspasa y una sensación helada me impregna al punto de paralizarme por completo; es una parálisis causada con el cometido de restregarme un recuerdo en mi herida abierta, como si después de cortarme y abrir mi piel me vertieran ácido
amoníaco en el orificio para que penetre con mayor facilidad y sadismo.
La sombra sucumbe sobre la pradera, expandiendo en ella una especie de virus que marchita sus pastos; una densa neblina nos rodea y hace que decenas de sombras más huyan del lugar; la bruma se esparce y degrada el paraíso donde me encuentro. De mi hijo incorpóreo se derrama sangre, donde se supone está su pecho se hunde ante mis ojos mientras escucho sus costillas fracturarse y
a él vociferando su dolor. Me arrodillo. La voz de Cirice parece entremezclarse con otras, al mismo tiempo que se aleja escuchándose a la distancia que separa a este mundo del otro. La sombra de mi hijo ahora se eleva para ser depositado en un féretro abierto, con su rostro emergiendo
de la penumbra y con la expresión de dolor que ha que dado en mi cerebro para siempre como si se tratara del castigo celestial, del eterno descenso al último círculo del infierno.
Los llantos retruenan, los lamentos le hacen eco, mi hijo va tomando forma en el ataúd y de él emana el aroma de la muerte. ¡Auxilio! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! Ese ataúd está frío, pestilente, necesita cuidados, atenciones especiales. ¿Dónde está el sepulturero o quien se encargue de ese trabajo?
¡Es una ofensa! ¿No ven como lloro, como sufro al verlo en ese estado? Aunque él parece taciturno, calmo, en paz con la humanidad y con quienes lo asesinaron. Sí, escucharon bien. ¡Lo asesinaron! Esos en que creí, en que deposité toda esperanza de un mundo mejor y en cambio me dieron el ¡maldito infierno! Son expertos en ofrecer paquetes de viajes apoteósicos hacia el averno y la
perdición, camuflados con imágenes y textos preciosos, visiblemente irresistibles.
―Vicente, estoy de vuelta. ¿Cómo te encuentras? ¿Conseguiste la reconciliación?
―Muy mal, Cirice. Muy mal. Que vuelco he dado. No me taches de contradictorio, porque no lo soy. Dime un pesimista irremediable. Pensé que me ayudarías. Tu voz, que voz tan sublime, tan hermosa. Es incomparable, no me atrevo a dar una analogía que te haga los honores. Pero es que terminas en eso, en una voz bonita con palabras igual de bonitas. En nada más. Del discurso ¡nadie! Debe vivir, respirar, comer, defecar, follar, ¡sufrir! ¡Llorar! ¡Gritar! ¿Lo comprendes, no es así?
―Sin reconciliación con la vida se halla la reconciliación con la muerte. No debo comprender nada más porque ya lo hago.
―¡Oh! Ahora tu voz es un susurro oscuro que lastima. Entonces esta pradera….
El virus terminó de esparcirse por la pradera que envilece y pierde su color. A lo lejos la cascada escurre aguas negras de alcantarillas mientras que las moscas brotan de ellas y alzan el vuelo. Intento huir de esos detestables bichos y tropiezo con algunas raíces que empiezan a irrumpir en la superficie. Caigo sobre una protuberancia marrón con marcas circulares; me lastima la espalda.
Ahora se escucha a alguien hablar, a un hombre, dónde está Cirice, qué dice él, no entiendo, ¡no entiendo!
«Susana Peralta, de treinta y un años de edad, y Mauricio Andrade, de sesenta y tres años de edad, fueron asesinados ayer en horas de la noche en la urbanización Los Dos Caminos. El mismo victimario, de nombre Gustavo Andrade, e hijo de la víctima masculina, se comunicó
con el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas para confesar el crimen. Los funcionarios se apersonaron al apartamento donde ocurrieron los hechos y se encontraron con ambos cadáveres con heridas infligidas por un objeto punzante. Andrade hijo no quiso dar declaraciones a la policía y, según miembros del CICPC, solo se limitó a repetir una y otra vez las palabras traidora y depravado, depravado y traidora. Los detectives especulan que el móvil del homicidio podría ser celos, al victimario enterarse del amorío entre Peralta (presunta novia del asesino) y su padre. En lo que va de 2018 se han registrado ciento veinte muertes violentas en la Gran Caracas. Reportó para ustedes Harley Hernández desde la morgue de Bello Monte».
Que voz tan extraña, discordante a los susurros de este incipiente averno. ¿Dónde estás, Cirice? Ciento veinte muertes. Muerte, muerte, muerte. Todo gira en torno a ella, la vida misma lo hace, nuestros pensamientos, aunque no seamos conscientes de ello, también lo hacen. Es un trompo que da vueltas y vueltas hasta que cesa de girar: la muerte era su soporte, la que esperaba el inevitable
fin de sus movimientos giratorios.
Oh, qué panorama tan vertiginoso se me presenta. Camino a trompicones para alcanzar el risco que es iluminado por una luz que espeta el cielo negro, repleto de seres arcanos que ríen, que se regocijan de los llantos, de los gritos, de los lamentos que estallan en relámpagos luminosos
que luego se convierten en polvo que levita hasta caer en el suelo infectado; de él sarpullidos de pus rojizos revientan y crean ríos de sangre que desembocan en el vino de los cristianos.
―¿Cuál es tu respuesta, Vicente, cuál es?
―Oh, voz de mis anhelos y pesares, la respuesta es diáfana y hacia ella me dirijo.
Aquí me encuentro, con brazos extendidos. El viento se torna violento, los susurros se transforman en mugidos que acobardarían a los propios Mefistófeles, Bael y Lucifer. Las historias más oscuras de las religiones se concibieron en una mente atormentada por su conciencia. Al verse acorralada por ella, por la culpa que le corroía el alma, ideó el mito de la tortura eterna. Esas imágenes se exhiben ante mis ojos mientras que una sensación de vacío absoluto impacta contra mi humanidad. Las voces, los susurros, los mugidos, callaron.
FIN