Texto realizado por Humberto Sánchez Amaya (@HumbertoSanchez) y publicado previamente en El Nacional
Luigi Sciamanna es la cara visible en el largometraje; sin embargo, en la parte técnica y de composición musical destaca el trabajo de venezolanos que incluso fue reconocido en los recientes Premios Fénix
El vínculo de Venezuela con El abrazo de la serpiente comenzó en Cartagena en 2009, cuando el productor Raúl Bravo viajó a esa ciudad a buscar apoyo en el mercado de coproducciones para la película Lucía de Rubén Sierra, que entonces no prosperó.
“Allá conocí a Ciro Guerra, quien se ofreció a presentar la idea ante el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico de Colombia, pero no fue aprobada”, cuenta el responsable de Nortesur Producciones, que también ha estado detrás de filmes como El silencio de las moscas.
Un año después, recuerda Bravo, el director lo llamó para trabajar en conjunto con el largometraje ahora nominado al Oscar como Mejor Película Extranjera, en el que Venezuela tiene una participación minoritaria.
“La cinta costó 1,4 millones de dólares. De ese total el CNAC aportó 15% y Nortesur 5%. Claro, el país invirtió en bolívares para pagar a técnicos, mezcla de sonido, edición de diálogos, música y otros detalles de la posproducción”, detalla quien coordinó la participación venezolana. Argentina también formó parte de la iniciativa.
Fue él quien llamó a Luigi Sciamanna, quien interpreta a Gaspar, un capuchino que en medio de la selva evangeliza a niños indígenas, quienes le temen. Es el único que dirige el lugar, una tarea que trastoca sus maneras.
Hasta el jueves, cuando se conoció la noticia del Oscar, el actor no había visto la película: “Ciro me conoció por Reverón. Bueno, eso fue lo que me contaron. Luego, en 2014, Raúl Bravo me informó que el director me quería en su película”. Ese mismo año Sciamanna viajó a Bogotá para el estreno de Secreto de confesión, una coproducción colombo-venezolana que dirigió Henry Rivero. “Me encontré con Ciro en la première y al día siguiente almorzamos. A las dos horas me estaban tomando las medidas para el traje que usaría”.
En agosto fue su momento. Diez días duró en Mitú, la capital del departamento de Vaupés, cuya pista de aterrizaje es más grande que la parte habitada. Para Sciamanna fue un retiro espiritual en el que tuvo dos lecturas: el guion y Las confesiones de san Agustín. “Allá empecé a escribir sobre lo que leía, mientras me tocaba ensayar o filmar. Traté de vivir como un fraile, en estado contemplativo. El libro de san Agustín pensé que era apropiado por tantas preguntas que se hace el autor sobre la fe”.
Su aparición es de poco más de 10 minutos. Para el intérprete, el filme plantea cómo las misiones católicas arremetieron contra la vida indígena. “Sin embargo, una persona que se desplaza hasta la selva tuvo que tener en principio una muy fuerte vocación. No quiere decir que no sea un hombre de fe”, indica sobre su trabajo.
Siempre tuvo claro que estaba en una película de autor, pero no imaginó que sería tomada en cuenta por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. “Parece que se cumple el viejo adagio sobre la importancia de la tercera película de un cineasta”, agrega.
No prevé viajar a Los Ángeles el 28 de febrero, cuando sea la gala del Oscar. No le corresponde, dice, pues se considera un “feliz actor secundario”.
Música y sonido. La producción es protagonizada por dos investigadores, cuyas historias se basan en los diarios del etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg y el biólogo estadounidense Richard Evans Schultes. Cada uno, en distintas épocas, busca una planta sagrada en la selva. Ese deambular por ríos y tierra es acompañado de una música que reafirma el misticismo del ambiente y las relaciones de los personajes. Lo logra el compositor Nascuy Linares, el merideño que en 2015 obtuvo el Premio Fénix por su trabajo en esta película.
Cuando finalmente vio Los viajes del viento (2009) de Guerra, que le habían recomendado varias veces, pocas horas después recibió la llamada de Raúl Bravo. “El primer corte de El abrazo de la serpiente duraba cerca de tres horas. Al verlo, sentí estar frente a algo de otro planeta. No es la visión clásica del indio bueno y el blanco malo. Si bien al principio hay una dualidad, se da una comunión de almas”, dice el compositor, aliado de Alberto Arvelo en varias de sus producciones.
En la película postulada al Oscar, Linares se vale de su guitarra, teclado y sintetizador para crear una atmósfera en la que mezcla los sonidos de la selva con música de varias etnias, además de material sonoro de documentales. “Espero ir a Los Ángeles. Hay que ver quiénes son los invitados”.
Buena parte de la posproducción del sonido se hizo en Caracas, especialmente en Studio 360. Para la ciudad viajó Carlos García, colombiano residenciado en Dinamarca que ha trabajado con cineastas como Lars von Trier y que se encargó de la mezcla final del largometraje.
Cuando se unió al proyecto llamó a uno de sus alumnos en la Escuela Internacional de Cine de Cuba: el venezolano Marco Salaverría, quien se encargó de la edición de diálogos y ambiente. La película ganó el premio al Mejor Sonido en los Fénix del año pasado.
«Estuve dos meses en la selva para hacer todo el registro del rodaje. Fue una experiencia linda y fuerte. Es una zona que puede ser hostil si no la entiendes y respetas. La película está llena de toda la magia de vivir en el Amazonas, de la convivencia con unas comunidades indígenas que nos dieron todo su apoyo. Celebramos mucho la noticia. Aunque no se hizo para llegar hasta ahí, adquirió vida propia no solo para el Oscar sino para otros festivales”, indica Salaverría.
El resto del equipo técnico venezolano que trabajó en la producción lo integró Víctor Jaramillo (editor de sonido), Jesús René Romero (micrófono) y Angélica Varilla (script).